El oráculo de la tortuga by Francisco Balbuena

El oráculo de la tortuga by Francisco Balbuena

autor:Francisco Balbuena [Balbuena, Francisco]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2007-01-01T00:00:00+00:00


YU

Diligencia

Diligencia. Podrán nombrarse príncipes y enviar el ejército a la lucha. Habrá provecho.

Caía la tarde cuando el ford llegó al callejón trasero de Antigüedades Zeng. Allí permanecía el Toyota de Pei Lin. Los dos guachimanes chinos recibieron el adelanto de su recompensa por parte de Picatoste. A continuación, la pareja se adentró en el patio. Ya en la vivienda del abuelo Zeng, supieron que este se había recuperado de su desfallecimiento por la impresión que le había producido la equilibrista biznieta Ping Pong. En cuanto a la niña, seguía en la cama de su abuela, recuperando el sueño atrasado.

Ahora Zeng se encontraba como habitualmente hasta que se cerraba el negocio, con su hijo Ma Lao en la tienda. Picatoste y Ainoa, precedidos por Pei Lin, fueron a saludarle y a interesarse por su salud. La tienda refulgía con todos sus farolillos encendidos.

—¿Así que vienen de hablar con la viuda del señor Ming?, —comentó poco después Zeng, entre calada y calada de su pipa—. Era un buen hombre, muy piadoso. Se ha ganado muy bien su tránsito en la rueda de la vida.

Picatoste puso cara de ignorancia en medio de la tienda. Pei Lin le aclaró las palabras de su abuelo.

—El señor Ming, un día antes de morir, realizó un sustancioso donativo a la Pagoda de la Amistad. Así lo ha sabido ye ye de hablar con los monjes.

—¿Cuánto de sustancioso?, —preguntó Picatoste.

—Cien mil dólares —respondió Pei Lin—. Mucha cantidad de pan de oro para el gran Buda.

Las palabras que iba a pronunciar Picatoste se las quitó Ainoa de la boca.

—Ming ya estaba en su «crisis». Preparaba el desenlace…

No hubo más comentarios al respecto por sugerencia de Pei Lin. No convenía alarmar innecesariamente a ye ye Zeng.

Pei Lin se despidió de Zeng con inclinaciones. Acto seguido, condujo a Picatoste y Ainoa al gabinete de su abuelo. Allí hablarían tranquilos sobre sus pesquisas con la viuda. Su madre Bin-bin, muy sonriente hacia Picatoste, el salvador de su nieta Ping Pong, se apresuró a llevarles té y abundantes pastas chinas.

Le gustaron bastante las pastas a Picatoste. Pero encontró el té algo flojo. Así se lo sugirió a Pei Lin con una sonrisa. Ainoa se lo recriminó amablemente. Pei Lin había comprendido. Extrajo de un armario una pequeña botella de porcelana que guardaba allí ye ye Zeng. Era chu suen, aguardiente de brotes tiernos de bambú. A Picatoste le gustaba aquel mejunje. Se echó un buen chorro en la taza, previamente aligerada.

—¡Me encanta la hospitalidad china…!, —exclamó Picatoste, mientras que, sentado y con las piernas estiradas, paladeaba el chu suen—. Pero, me pregunto yo, ¿por qué la joven viuda Ming no nos agasajó con ninguna bebida exótica? Ella, pese a los generosos donativos de su difunto esposo, sigue siendo muy rica y nosotros teníamos sed.

—No sería decente, José. Las viudas que guardan luto han de mostrar comedimiento.

—Esa chica, Pei Lin, es más falsa que un dólar de chicle. Pero de poco le ha valido. Que te lo diga Ainoa. Le ha radiografiado el cerebro con la ayuda de Bernreuter.



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